dimecres, 25 de novembre del 2015

Dale recuerdos

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Le costó una eternidad, y gran parte de sus fuerzas, llegar a cruzar los últimos diez metros de camino que separaban su furgoneta gris del bar. Pisaba las piedras con rabia. A pesar de su borrachera, Cal se sentía seguro sobre sus pasos. Sabía que tenía derecho a estar así.
Subió los tres peldaños de madera agarrándose a la barandilla agrietada y crujiente, y dando codazos y empujones a los cuatro hombres que estaban en la puerta bebiendo y fumando, consiguió abrir la puerta desgastada del bar.
¡Qué cojones, Cal! ¿Otra vez por aquí? Te dije la semana pasada que no quería volver a verte.
Cállate y sírveme otro, anda.
Oye, no te pienso pasar ni una más. La liaste. Como lo vuelvas a hacer seré yo mismo quien te eche a patadas y me encargaré personalmente de que tu culo no vuelva por aquí jamás. ¿Me has entendido?
Que sea doble, dijo dirigiendo la mirada hacia la botella medio vacía de Vodka barato.
El bar seguía como siempre, como si no hubiesen pasado los años. La barra de madera seguía igual de desgastada y los taburetes seguían rechinando igual que el primer día. En el ambiente flotaba una cortina de humo que se mezclaba con el hedor del sudor de los borrachos, alcohólicos y moteros que habían ido a parar allí. Y la música que sonaba del tocadiscos antiguo, Cal se la sabía de memoria. Cal y todos los que frecuentaban el Jack’s Bar. El propietario, el hijo de Jack, había decidido no retocar ni cambiar nada del local después de la muerte de su padre. Así siempre le recordaremos, pensó. Y en efecto. Porque todo seguía igual, incluso ese olor pestilente.
Jack había sido un buen hombre. Abrió el bar después de que su mujer le dejara por un policía estatal y con un niño de 12 años al que cuidar. Él no se vino abajo y decidió sacar adelante a Paul, costase lo que costase. Tuvo suerte. El bar estaba situado a la entrada del pueblo, excusa perfecta para pararse tras un largo viaje.
Aquí tienes. Doble.
Sin ni siquiera mirarle a los ojos, Cal vació el vaso de un solo trago. Apretó fuerte la mandíbula y cerró los puños hasta casi hacerse daño. Notaba cómo le bajaba el líquido quemante por su garganta y el escozor que iba dejando tras su paso.
Otro.
Paul suspiró, pero sabía que Cal era así. No podía remediarlo ni hacer nada para que cambiase. Cogió la botella y volvió a llenarle el vaso. Después, se giró, abrió una cajetilla de metal que tenía escondida detrás de la caja registradora y le ofreció un puro.
Es de los buenos. Coge uno.
No, gracias. Cal se palpa el lado izquierdo de la camisa, señalando el paquete de Camel medio vacío.
Como quieras. Tú te lo pierdes. Huelen de maravilla.
Aún con la mirada puesta en un punto indefinido del suelo, Cal escucha el chasquido metálico del mechero. Pudo percibir los ojos en blanco de Paul y notar cómo sus pulmones respiraban el alma del puro habano. Era uno de sus vicios favoritos, si es que tenía otro vicio que no fuese ese.
Una ráfaga de aire frío se filtró por la puerta del bar y entraron, tras ella, los cuatro hombres que estaban fuera.
Está empezando a llover, dijo uno de ellos. Sírvenos la última ronda, Paul.
Se sentaron en la mesa del fondo que ya estaba llena de jarras de cerveza. Paul llenó otras cuatro y se las repartió.
Cal vació el vaso de un golpe, como siempre hacía. Esta vez, su boca se adormeció unos segundos y en su cabeza se empezó a escuchar un leve pitido. Aunque, en realidad, en su cabeza no había nada más que una imagen. Una imagen que hacía semanas, meses, que no conseguía borrar.
Haciéndole una seña a Paul, Cal se levantó torpemente y estiró el brazo tanto como pudo hasta llegar a alcanzar la botella de Vodka casi vacía. Se sentó rudamente y se llenó el vaso otra vez. El rumor del bar, la humareda y la repetida música de los sesenta le hicieron notar que, esta vez, no podría terminarse el vaso lleno de un solo sorbo. Pero no le importaba. Ya había pasado antes por esta situación. Y qué más da, pensaba.
Te has ido, joder. ¡Te has ido! ¿Y qué? ¿Qué hago ahora? Joder, me dejaste solo. Te conocí sin querer y ahora me has dejado solo. Te conocí sin querer y lo significaste todo. ¡Todo! Qué estupidez. Yo, que siempre he ido de un lado para otro, que jamás me he atado a nada ni a nadie porque sabes que odio tener que preocuparme. Yo, que hasta que no te conocí me consideraba un hombre libre. Y mírame ahora. Otro borracho más. No me da la gana. No. ¿Dónde has ido? ¿Y por qué? Jamás me habría imaginado enganchado a nada, a nada que no fuesen mis libros viejos y desgastados. Y ahora lo soy de dos cosas. De tus cartas y del alcohol, que me hacen recordarte.
Cal se termina el último trago de Vodka y deja la botella vacía detrás del mostrador. Baja del taburete con desidia y, dejando un billete en la barra, se gira hacia la salida sin despedirse, arrastrando los pies y dejando, tras él, recuerdos repetidos.
La lluvia cae con fuerza. El tejado de madera que cobija la entrada del bar parece que esté vivo y gruñe vigilando su casa. Cal baja las escaleras sin caerse y se dirige hacia su furgoneta. El agua lo empapa entero y el frío se le cala en los huesos.
¿Por qué has tenido que abandonarme? Parezco un perro dejado en mitad de una carretera. Debería darte vergüenza haberme dejado de ese modo.
Las llaves se le caen al suelo dos veces antes de poder acertar el cerrojo de la puerta. Una vez dentro, se palpa el paquete de Camel, saca un cigarrillo y se lo mete en la punta de los labios. Busca el encendedor y, tras el eco metálico, inhala fuertemente.
Cierra los ojos y deja caer su cabeza hacia atrás, acomodándose en el asiento y estirando las piernas entre los pedales.

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