No recordaba
el rato que hacía que estaba allí, pero sabía que necesitaba rellenarse el
vaso. Suavemente, deslizo su mano por el brazo de la butaca de piel y,
apoyándose en él, se intentó levantar. Dejando que sus pies recorriesen solos
el camino que separaba el sillón del mueble bar, fijó su mirada en el reloj de
cuco colgado en la pared que no paraba de señalar que eran las cuatro y media
de la tarde.
Cogió la
botella de cristal con sus dedos gordos y arrugados y se volvió a servir dos
sorbos de whisky, incluso se atrevió con tres. La tapó bien y la dejó en su
sitio, cerrando con un golpe seco el armario de madera. Deshizo los pasos que
había andado y se volvió a sentar en el sillón de piel. Dio un sorbo y dejó el
vaso en la mesilla de su lado derecho.
Hacía un
calor bochornoso, un calor que recordaba a silencio. Era como el aire humeante
y vacilante que emerge del asfalto de las carreteras sin fin, un calor como el
que habitaba en las llanuras de trigo, o incluso como aquél calor que te impide
respirar bien, que asfixia.
Su espalda
llena de pelos estaba enganchada al respaldo del sillón. Como sus brazos y sus
piernas. Por la nuca, le resbalaban gotas de sudor.
Fue entonces
cuando su mente retrocedió dieciséis años atrás y recordó, perfectamente, el
día que mató a Lewis Harold.
Habían
salido a pescar. Como los buenos funcionarios de los estados de Norteamérica,
éste también era su pasatiempo favorito. Esta vez no quisieron ir al Dolly
Varden a pescar, y decidieron ir al río que pasaba a tan sólo 15 millas de su
ciudad.
Bebieron
whisky toda la mañana, también toda la tarde, y no pescaron ni un solo pez. Fue
allí, entre sorbos, risas jocosas, ruidos, eructos y borracheras que Lewis
confesó, sin querer, que en una de esas fiestas de vecinos, se había tirado a
su mujer.
Pero fue un
error, confesó.
A Dommy se
le enrojecieron los ojos de la rabia y la ira, y cerró los puños para intentar
no abalanzarse sobre él y echarle al río.
¡Hijo de la
gran puta! ¡Sabes cuánto amo a esa mujer!
Tras
explotar, su puño cerrado se alzó en el aire y le intentó propinar un gran
puñetazo a su compañero. Lewis, intentando esquivarlo, cayó al suelo. Se
intentó levantar y corrió hacia la montaña, escalando las piedras y sorteando
los altos pinos.
Dommy fue
tras él no para pegarle una patada, aunque seguramente le hubiese sentado muy
bien, sino para ver a dónde iba y qué hacía. Ninguno de los dos estaba en
condiciones de escalar nada, y mucho menos de bajar después. Así que
seguramente fue su alto grado de borrachera lo que hizo que Lewis resbalase y
cayera en el río, dándose un golpe fuerte en la cabeza.
Dommy no
supo que hacer. Era su amigo, pero lo había traicionado. Como nadie sabía que
habían salido juntos a pescar, pensó que lo mejor sería borrar huellas y
marchar de aquél lugar. Plegó la caña de pescar, recogió los vasos, limpio la
botella para no dejar rastro y la tiró al río. Tras eso, se marchó andando
hasta su casa. El coche era de Lewis, así que debía dejarlo allí junto a él.
La policía
dedujo que había resbalado. Ni asesinato ni suicidio. Aunque la alta dosis de
alcohol en la sangre de Lewis hiciese pensar en lo último.
Dommy escuchó un ruido metálico seguido de un ladrido de perros.
Y, sin inmutarse, bebió un poco más. No recordaba el tiempo que había pasado
allí ni así. Lo único que sabía con certeza era que tenía que comprar otra
botella de alcohol.
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