Salgo
de la Universidad de Barcelona y subo la calle Aribau.
Por
fin me puedo librar de los muros de piedra, de las gruesas paredes y de los
pasillos de la Universidad. Los claustros y los jardines, antes amigos míos, en
dónde pasaba la mayor parte de mi tiempo, se habían vuelto sombríos y ya no
deseaba ir más allí.
Empiezo
a subir calle arriba observando la gente, que va de un lado para otro, sin
mirar nada ni ver a nadie. Me detengo ante el semáforo rojo y espero a que
pasen todos los coches. A mi lado se pone una señora mayor y su perro me
empieza a oler el bajo de los pantalones tejanos desgastados y me lame parte de
mis zapatos. Observo a la señora, quien me sonríe a medias y me levanta una de
sus gruesas cejas.
La
señora lleva puesto un abrigo de plumas rojo, con su cuello enmarañado de pelo
y pelusa artificial. Con unos guantes de piel y un sombrero hortera.
El
semáforo cambia de color y me alejo sin echar una mirada atrás, aunque sé que
me está siguiendo y atravesando con sus pequeños y titubeantes ojos azules, más
bien de un color más desgastado por la vejez.
El
resto de semáforos me los encuentro en verde. Sigo mi camino hasta llegar a un
pequeño bar, escondido en medio de dos grandes edificios paralelos a una calle
principal.
Entro
y me siento en la penúltima mesa, junto al cuadro que hay colgado de Bob Dylan.
El bar era como un refugio. Y hoy necesitaba un refugio.
Desde
mi silla podía ver pasar a la gente, ajetreada, con sus carpetas, con sus
maletines llenos de incontables e intraducibles papeles, con los móviles
enganchados en las manos, sin poder desconectarse ni un segundo, como si de
ello dependiesen.
El
camarero me trajo el café con leche que había pedido al entrar. Eché el azúcar
y empecé a remover la cuchara por la espumosa crema.
En
el bar había cinco personas. Dos de ellas sentadas en sus respectivos
taburetes, y uno de ellos leyendo el periódico. Las otras tres estaban sentados
en una misma mesa y hablaban animadamente. En las paredes, recubiertas con
papeles de diferentes colores y tonalidades, colgaban muchos cuadros. No era
gente conocida la que salía en ellos, excepto en el cuadro de Dylan que, por
alguna razón que desconozco, el camarero pensó que quedaría bien. Gente sin
rumbo, sin expresiones, como la gente normal. Como son los que te encuentras
por la calle y te dan codazos por querer ir más rápido que tu.
Hay
botellas de anís, ron y wiski puestas en una estantería de madera, detrás de la
barra. El resto de licores estaban encima de una barra, de madera también, que
colgaba de manera paralela desde el techo.
Mi
café con leche aún quemaba.
Suelto
una carcajada y me río de mí misma. Me había ido rápidamente de la Universidad
porque necesitaba evadirme. Llego al bar y me siento. ¿Ya está? ¿Esta era la
solución?
Dejo
de remover con la cucharilla de metal y abro la carpeta con mis apuntes. Miles
de letras, miles de anotaciones. Centenares de hojas y centenares de autores.
Publicaciones, años, artículos. Filosofía, reflexiones, literatura, textos.
Épocas, estilos y pensamientos distintos. Mis apuntes parecían garabatos mal
dibujados, hechos a desgana, sin ambiciones. Aunque es bies cierto que esto no
es así, puesto que me encantaba estar rodeada de libros.
Me
bebo el café con leche, cojo mi carpeta y le pago al camarero lo que me pide.
Al
salir, una corriente del aire frio de invierno me abofetea, así que acelero mi
paso hasta llegar a mi piso.
Llego
y dejo mi carpeta en su sitio. Reviso el correo electrónico por si hay alguna
novedad. Tras cinco minutos conectada a un mundo virtual, cierro el portátil y
me voy hacia la estantería. Rebusco uno de los libros con los que estamos
trabajando en una de las clases y me voy hacia la sala de estar, donde hay un
grande ventanal que da a la calle.
Leo
y devoro las páginas. A ratos, cuando la frase es menos interesante observo por
la ventana.
Desde
allí veo pasar la gente. Otra vez distraída.
M'ENCANTAAAAAA!!!
ResponEliminaSegueix així:D
¡Bravo! Exquisita y sugerente manera de perderse por la ciudad para distraerse con nada.
ResponEliminaMe gusta cómo el personaje se refugia en el bar consciente de que sólo es un lugar para tomar café y fisgar el movimiento físico de los demás.
La calle, ¡ay la calle! Ese espacio abierto que nos ofrece libertad.
Bien por ti, chiquilla.
¡Animo! Agustin-Asturias
¡Vaya! El final es interesante... ¿Quién es la que está distraída? ¿La protagonista? ¿La gente...?
ResponEliminaUn gran relato, quiero más!
Ana
Genial relato. Ese callejear dejándose fluir también lo he experimentado varias veces (y siguiendo el mismo recorrido desde la facultad). Cuando no se sabe si se huye de los demás o de uno mismo.
ResponEliminaMuchas gracias Sergio!
EliminaVoy leyendo tu blog, y es muy interesante!! También leo lo del grupo de 'Literatura Universitaria' en Fbk, estamos en contacto;)! Suerte
¡Muchas gracias!
EliminaAquí ya has ganado otro lector asiduo :)